Ni la paloma
por Belén Acuña
Viernes a la tarde, salí de la escuela y fui a la plaza, Maxi me
había dicho que encontró una changa en la casa de unos viejos podando una
enredadera, que esperara ahí bien peinado que él me pasaba a buscar para ir
juntos. Me senté en el único pedazo de banco que no estaba cagado por las
palomas y saqué el sánguche de salame que me había preparado la vieja antes de
irse al taller, tenía dos fetas de salame en vez de una como siempre. Me alegré
e imaginé a la vieja preparándolo con sus manos gastadas de tanto coser, con la
sonrisa en la cara cansada, pensando en mí y en Maxi, poniendo una feta para
cada uno. Qué buena la vieja. Comí hasta la mitad y lo guardé otra vez en un
bolsillo. Pasaron los pibes con la bocha, iban al descampado a jugar un
picadito, me invitaron pero tenía que ganarme unos pesos, no podía pensar en el
fútbol justo ahora. El viento en la cara, el grito del gol, todos cagados de
risa. Pipi al arco, Maura de 5, Peluche por izquierda, Chiquito en el centro, y
yo por el otro costado y los del barrio de al lado, enfrente, con la bronca en
la jeta de que siempre les ganáramos. Pero no. Seguro enseguida llegaba Maxi.
El sol calentaba pero el fresco se sentía en los huesos, como si el frío de
toda la vida se hubiera acumulado y ya no hubiera abrigo que lograse hacer la
diferencia. Pensé en el peinado pero igual me puse la capucha, los viejos no
ven bien, no se iban a fijar. Me levanté y di una vuelta a la plaza a ver si lo
veía con la remera de boca y la cicatriz al ladito de la ceja de la vez que se
cagó a palos con los forros que venían a venderle mierda a los pibes y quedaban
todos quemados, con el pecho ardiendo, tirados por cualquier lado. Maxi nos
cuidaba. Era como el hermano mayor de toda la cuadra. Y eso que éramos un
montón. Volví al banco sin suerte. Una paloma malparida me cagó un hombro. Miré
para arriba y la putié. Pájaro ignorante, no me entendió nada y siguió ahí,
quieto y sin pasarme cabida. Busqué en los bolsillos a ver qué podía usar para
limpiarme. Nada. Me acordé del kiosco al otro lado de la plaza. Caminé
bordeando la fila de árboles raquíticos que el gobierno de la provincia había
mandado a plantar, como si eso solucionara algo, como si la gente tuviera menos
hambre con ese manojo de ramas mal paradas en el medio del barrio. Un rati se
paseaba por entre ellos, como custodiándolos, como temiendo que alguien fuera a
hacerle algo a los árboles. Seguro ese gato había salido de un barrio como
este, con una vida como la mía, pero claro, venderse a la yuta es más fácil que
subirse a una escalera destartalada a cortar enredaderas un día, vender medias
en el tren otro, limpiarle los autos a los garcas del otro lado de la avenida y
así al infinito. Y ahora estaba ahí, custodiando árboles. Lo miré como se mira
a quien ha traicionado. Él me miró como se mira a la caca de perro en la vereda
para no pisarla. Caminé más rápido no fuera cosa que me pidiese el documento
que me lo había dejado en casa. Llegué al otro lado de la plaza y el kiosco
estaba cerrado. Seguro don Tito andaba enfermo otra vez y yo con la cagada de
paloma en el hombro y en cualquier momento llegaba Maxi y tenía que estar
presentable para los viejos y su enredadera. ¡Pero, claro! ¡Mirta! Mirta
siempre estaba en la casa a esa hora, seguro tenía algo, además era para el
lado del banco y me podía fijar si el flaco había llegado. Volví a cruzar la
plaza, los árboles, y el cana que está vez me siguió de cerca. Me hice el
boludo y seguí hasta lo de Mirta, bordeé el barro como pude y pasé las dos
hamacas muertas que en algún momento habían podido usarse pero que ni yo lo
recordaba. Miré el banco, estaba vacío, ni la paloma estaba. Me agaché a atarme
los cordones, el rati se venía cada vez más cerca. Me dio un poco de miedo. Me
levanté. El rati caminó más rápido, no me sacaba los ojos de encima. Apreté el
paso. El rati corrió. "Ey, alto ahí". El banco estaba vacío y lo de
Mirta al otro lado de la calle, estaba solo, había que llegar. Corrí yo
también, a lo de Mirta, a donde sea, yuta con arma, yo sin documento, era fija
que me llevaba, solo me quedaba ser más rápido y que Mirta le mintiera que era
mi vieja, que le batiera la posta de que yo no hacía nada, que esperaba a Maxi
para irnos a hacer una changa. A mí no me iba a creer, los ratis nunca creen en
los pibes, como si hubieran nacido policías de un repollo, sin infancia ni
hermanos, ni plaza ni nada. Miré para atrás y eso fue lo último. Primero nada.
Todo borroso y la caída al piso, al charco de agua podrida entre el barro de la
calle. Mucho más frío que nunca. Y la capucha... Y la capucha no ayudaba... Eso
había sido ¿no? Rati traidor, ¿por una capucha? Cagón. El dolor insoportable en
el pecho y todo mojado. Los oídos me zumbaron y vi cómo el cana se alejaba
hasta la esquina con el handi en la mano chamuyando algo. De espaldas a mí, de
espaldas al barrio. Me costaba respirar y el grito no me salía, quería pedir
ayuda, que saliera Mirta a la puerta, que viniera mi vieja a consolarme, que
llegaran los pibes, que viniera alguien, pero ni la paloma, y yo me seguía
hundiendo en el charco. Pensé en el sánguche en el bolsillo mojándose, pero ya
no sentía hambre, ya no sentía nada. No sé si lloré, los ojos se me escapaban
en la oscuridad de a ratos. Y el pecho que dolía atemporal, como cuando se mete
un gol o nace un hermano, los minutos no pasaron. No pasaron. Pensé en los
viejos que nos estarían esperando, y yo ahí caído en el charco, sin tiempo, sin
pecho, sin hambre, sin nada. Miré el cielo y deseé el descampado, me pesó la
cabeza y la giré a un costado, vi al rati en la esquina, una camioneta se lo
llevaba y me dejaba ahí tirado, supe que estaba solo, ni la paloma que me había
cagado. Me pesaron los ojos y quise cerrarlos, lo último que vi fue el reflejo
de Maxi llegando, sorprendido, asustado, con la cara llena de bronca como los del
otro barrio, con las lágrimas en los ojos, con la camiseta de boca, la
cicatriz, repitiendo mi nombre que se deformaba en el charco que ya no pudría
solo el agua sino que se teñía de rojo y a mí me comía el barro.
29/6
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